miércoles, 27 de febrero de 2008

Grisáceo

Cuando pienso en estas dos últimas semanas veo una extraña sucesión de tiempo sin forma concreta ni color. Todo me parece gris. Me he sumergido en mi estresante rutina, que estos días lo ha sido más, sólo interrumpida por los breves fines de semana. No sabría decir muy bien qué he hecho la semana pasada, ni tampoco hubiera podido decir entonces qué había hecho dos días antes.

Me agobia cuando el tiempo pasa así, tan rápido, sin pena ni gloria. Es como si se me resbalase, como si me dejase atrás. El mundo se sigue moviendo mientras yo me enredo en los quehaceres.

Me di cuenta de esto la semana pasada. Pasaba por el parque que está enfrente de mi casa. Miré hacia arriba, pensando en el buen día que hacía, y entonces me fijé en las ramas de los árboles. Estaban llenas de botones. Había ya muchísimos, y yo ni me había dado cuenta. Dentro de poco tendrán hojas. Un poco más allá había un almendro, y ya tenía las primeras flores. Preciosas.

Me chocó mucho. A veces me centro en unas cuantas cosas y me cuesta mirar alrededor. Ocupo mi atención en aquello que casi inconscientemente creo más importante y lo demás parece casi desaparecer.

Me paré en seco. Me daba pena. Me estaba perdiendo lo que estaba más allá de mis asuntos. El mundo había seguido girando y no espera a nadie.

Agradecí, eso sí, haberme dado cuenta a tiempo. Es como si hubiese salido de mi nube de ensimismamiento y me sintiese enfocada otra vez.

Llega la primavera. Temprana, es cierto. Pero las flores ya están aquí, y me gusta verlas cuando voy andando por la calle. Dentro de nada también llegarán los estornudos, pero eso es un mal menor. Las hojas y la hierba saldrán y Madrid parecerá mucho más bonito, un año más.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Etiquetas

Cuando era pequeña, y según iba aprendiendo palabras nuevas, yo me inventaba otras. Lo hacía cuando no me gustaban las que todo el mundo usaba. Sabía que esto no era bien visto, que no me entenderían si las usaba y que sería un esfuerzo demasiado grande enseñarles mis palabras, así que sólo las usaba en mi cabeza.

Supongo que no podemos evitar ponerle nombre a todo, para referirnos a ello de alguna manera, y para hacer que los demás nos entiendan. Todo está catalogado, clasificado y limitado. Lo malo de esto es que los límites que yo establezco no tienen por qué ser los mismos para todos, y de hecho no lo son. Lo aceptable para mí puede ser lo inaceptable para tí. Y aquí viene la en ocasiones inaguantable ironía: si las catalogaciones nos hacen sufrir pero no las podemos evitar, ¿qué hacemos?

Es un punto de vista un poco extremista, pero todos nos hemos sentido alguna vez incomprendidos o malinterpretados, o creemos tener la razón y lo sentimos como tal, aunque todo el mundo nos lleve la contraria. El lenguaje ayuda a entendernos, pero también a no entendernos. No es del todo eficaz.

Será por eso que siempre buscamos gente parecida a nosotros, y nos sentimos mejor así. Es más fácil entenderse cuando no hacen falta las palabras, cuando con una mirada sabes lo que la otra persona piensa.

Me encanta cuando no existen silencios incómodos, ni etiquetas, ni límites ni catalogaciones. Me encanta cuando sobran las palabras.

sábado, 9 de febrero de 2008

Rattle

Ayer por la mañana, en el vagón del Metro en el que yo viajaba, subió un miembro de seguridad con un pastor alemán. Todo el mundo se volvió hacia él. No se suelen ver cosas así salvo excepciones. Todos debimos pensar lo mismo, a juzgar por las miradas.

A la vuelta yo iba apoyada en una de las puertas. Un chico me dio un toque en el hombro y me preguntó:

-¿Es tuya esta bolsa?
-Pues... no. Pensaba que era tuya.
-Qué va...
Preguntamos a dos hombres que estaban cerca y tampoco era suya. Estaba apoyada en la misma puerta, sin estorbar.

El chico y yo nos miramos y levantamos las cejas. El tocó la bolsa con el pie y parecía normal. Yo no me hubiese atrevido a hacer eso. Nos miramos con cara de no saber qué hacer, pero no dijimos nada. La histeria colectiva es peligrosa.

Esperamos un poco y unas tres o cuatro paradas después se levantó un chico, cogió la bolsa y se fue. Respiramos con alivio y nos reímos. Era un turista que no sabía que eso no se debe hacer, muy despreocupado además ante la idea de un posible robo.

Ahora una columna de humo ya no nos parece un incendio, todas las bolsas son sospechosas y los chillidos y la gente corriendo dan miedo. Supongo que a todos se nos pasa por la cabeza: "no habrán puesto una bomba, ¿¿no??". Es una sensación extraña, difícil de explicar. La mayor parte del tiempo no pensamos en ello, pero a veces pasan estas cosas y no se puede evitar reaccionar así.

Después del 11M cambiaron más cosas de las que nos imaginamos. Todos tenemos las imágenes grabadas en la retina. Yo recuerdo la sensación de volver a coger aquella línea, la de todos los días, y las pesadilas.

Ahora, aún después del tiempo pasado, vivimos alerta. Vivimos así por razones de locos, o por la falta de razón de algunos locos. Da rabia.

lunes, 4 de febrero de 2008

Así vamos


Algunas de las clases que doy son particulares. Cada vez que he ido a una casa nueva, antes de llamar al timbre el primer día, me pregunto qué me voy a encontrar. He visto un poco de todo en los años que llevo impartiéndolas. Este año, además, he comprobado que es verdad que las apariencia engañan.

Una de las madre es encantadora. Muy simpática y siempre atenta. Sus hijos, sin embargo, no creo que tengan la misma imagen de ella. Sobre todo cuando llega la hora de los deberes. Hace una semanas, mientras daba clase a uno de ellos, el otro repasaba un examen con ella. Me quedé helada. El niño debía estar ya un poco saturado y se confundía en algunas cosas. Hizo mal un problema y se llevo como castigo un sonoro bofetón que se oyó desde donde yo estaba, dos habitaciones más allá, con dos puertas cerradas. El niño siempre acaba llorando cuando estudia, y ella le grita constantemente.

No es la primera vez que veo algo así, ni será la última.

Estamos llegando a una situación un poco insostenible que puede que estemos provocando nosotros mismos. Mi padre solía asegurarse de que yo hiciese mis deberes o me explicaba las cosas que no terminaba de entender. Eso se ve cada vez menos. No se puede o no se quiere renunciar al trabajo de ambos padres, depende del caso de cada uno. Después de una jornada interminable cuesta ponerse con los niños, y se relega ese trabajo cada vez más a los desconocidos.

Lo malo es que esa solución suele provocar un efecto rebote. Los niños cada vez pasan más de todo. Para ellos no ver apenas a sus padres o que no pasen suficiente tiempo con ellos supone mucho descontrol.

¿Pero qué van a hacer los padres si no lo vieron venir, si es ahora que tienen una familia cuando se dan cuenta de que no llegan a fin de mes? ¿Qué hacer si no quedan energías al final del día? ¿Qué hacer con todos esos niños que no saben de rutinas, ni de obligaciones ni de lo que no se debe hacer?

No soy partidaria de los convencionalismos puros y duros, pero tampoco del pequeño caos en el que se está convirtiendo nuestro alrededor. Siempre ha sido así supongo, no es nuevo el hecho de preguntarse: "¿dónde vamos a llegar?", pero para mí es una pregunta inevitable cada vez que veo algo así.